domingo, 14 de septiembre de 2008

Madre de Dios VI

Se acercaba el día de San Bartolomé, la fiesta grande, y todo Madre de Dios lo esperaba contando las horas. Un viento febril recorría sus calles sacudiendo puertas, agitando la ropa tendida, arañando los muros que apenas podían contener la excitación que bullía dentro. Las jóvenes remataban los detalles de los vestidos que estrenarían la noche del santo. Puntada a puntada, hilvanaban sueños de esa noche, en las que muchas, esperaban conseguir la promesa de un marido. Por los caminos habían aparecido feriantes y gentes extrañas venidas de lejos, con la esperanza de hacer negocios con la fiesta. La banda ensayaba todas las tardes en un tinglado que habían montado frente a la iglesia. Sus acordes invadían las casas a la hora de la siesta. Los viejos fastidiados no dejaban de quejarse, pero el resto sobretodo los niños, asistían a los ensayos con solemnidad. La iglesia estaba tomada por las beatas que como una bandada de cuervos seguían al Padre Balbuena ocupadas en los preparativos de la misa y la procesión. Rosita las dejaba hacer y se volvía sombra entre las columnas, acostumbrada a hacer con manos invisibles todas sus tareas. Alfonso Balbuena observaba de lejos sus pasos. Desde que Rosita vivía con él, una angustia muy grande le atenazaba. De día, esperaba con ansiedad su encuentro y se regocijaba al descubrir la huella de su presencia en cada rincón. Sus noches eran pesadilla. Tenía a menudo sueños en los que se veía desnudo en medio de la plaza rodeado de gente que reía sin cesar. Sus rostros giraban en un tiovivo siniestro que no le permitía reconocerlos, pero muchos tenían las dulces facciones de ella deformadas por la risa grotesca. Después despertaba empapado en sudor y no podía tranquilizarse hasta que al amanecer oía los pasos de Rosita que bajaba a la Iglesia y su sonido cotidiano le devolvía a la realidad. Una realidad que seguía su curso de siempre y en la que su cuerpo autómata continuaba dando misas, confesando viejas, visitando enfermos y luchando por apaciguar la tormenta que se formaba en su piel con solo evocar su nombre.

El día del Santo comenzó con el frenesí habitual. Era costumbre que todo el pueblo, incluso aquellos que se declaraban ateos, asistiera a la misa grande y ya desde primera hora una multitud sofocada abarrotaba la plaza para seguir la procesión. A mediodía comenzó la marcha encabezada por la autoridad. Tras ella iba la imagen del santo protegida por un palio que sujetaban varios monaguillos y portada por los jóvenes de las familias más importantes de Madre de Dios. El Padre Balbuena con hábito escarlata y blanco, sostenía una gran cruz procesional. Detrás iban los señores todos con el traje oscuro de las fiestas, caminando con mucha gravedad, sus mujeres con velo negro pisándoles los pasos. A partir de ahí el resto era una masa confusa de mujeres, hombres y niños algunos limpios y arreglados, la mayoría sucios y descalzos. La comitiva recorrió las calles levantando una gran polvareda y después volvió a entrar en el templo para celebrar la misa. En la iglesia el calor era sofocante y el aire pronto se volvió una mezcolanza de incienso, flores y sudor. El tufo de los alientos se mezclaba con los perfumes que las doñas guardaban para usar una vez al año. El aire lo cortaba el vaivén monótono de los abanicos. La misa se desarrollaba lentamente, y pronto se oyeron los primeros suspiros seguidos de algunos ronquidos. Muchos habían comenzado a beber desde el alba y el parón de la misa les daba modorra, otros ansiaban continuar la juerga en las tabernas de la plaza. Era la primera fiesta desde la prohibición y el qué pasaría había sido muy comentado en todas las tertulias. La noche de san Bartolomé siempre había sido noche de desenfreno, y la mayoría pensaban que las autoridades harían la vista gorda. En el momento de la consagración ya la iglesia era un rebumbio sudoroso de cuchicheos, toses, e impaciencia que estalló como un torrente hacia la plaza cuando el Padre les dijo que podían ir en paz, mientras desde el altar San Bartolomé les miraba con la piel en las manos.


Detalle de San Bartolomé, Capilla Sixtina, Miguel Ángel

4 comentarios:

Lena yau dijo...

Ay lo que me gusta y me intriga Madre de Dios...

Qué ganas tengo de tomarme algo contigo Ari!!!

Si viniera mi otra canarischen ya sería el no va más...

A ver cuándo...

Un beso, guapa!

El mejor profeta del futuro es el pasado dijo...

No soy experto en literatura ni nada parecido, pero estos textos del cura y Rosita, no me digas porqué, pero me recuerdan a los textos rurales de Miguel Delibes, Unamuno, Perez Galdós y compañía... siempre me gustó ese estilo, al igual que en el cine...

Ya haremos una quedada cuando vaya a los madriles y nos comemos la oreja mutuamente :)

A tener buen día, mejor semana y finde... DESTROYER O TRANQUILOTE... según apetezca :)

silencio dijo...

Qué buena mi niña. Estoy de acuerdo con lo comentado aquí arribla, es muy Pérez Galdós, muy Clarín (muy La Regenta)... qué inventiva y qué pluma!
Quiero más!! :)

Un beso enorme!

La Gata Insomne dijo...

Qué sabroso, otro folletín!!!! con qué ganas espero cada uno, pronto los imprimo y me hago el libro, para leer corrido y acostada!!!

me encanta la sensualidad polvorienta d esta historia!!!

Besos